Todas las noches empezaban igual; se metía en la cama, se libraba de aquellas prendas de ropa que le causaran molestias y se ponía los cascos buscando esa música dentro de las mil canciones que calmara la hiperactividad de su cerebro e hiciese que se quedase dormida.
Y aparecía esa lista de reproducción que adormecía a su cerebro, relajaba su cuerpo y convertía dormir en el placer que realmente era. Pero eso solo sucedía a veces. En el noventa por ciento de las ocasiones algo dentro de ella se detenía, su corazón comenzaba a latir más despacio, afloraban las inseguridades, los "¿y si...?" y todos aquellos sentimientos que la mayoría de las veces eran uno más, pero que en esas ocasiones eran únicos.
En esos momentos la bestia despertaba, desperezándose, dando la señal de su presencia con un constante miedo en el corazón de su jaula, esperando que la noche le abriera las puertas para salir a destrozar la obra de Morfeo.
Y lentamente la luz se iba, las ocupaciones desaparecían, cambiaba el chip del deber al querer, y cuando la noche era completa y absoluta, y el cuerpo tomaba posición horizontal, la bestia salía.
Y así todas las noches empezaban igual,
y todas acababan igual.
Rota en mil pedazos,
abierta por mil esquinas,
sangrando por mil rincones.
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