Ya se había acostumbrado a esa venenosa manera con la que su cuerpo reaccionaba ante ciertos recuerdos. Ya se había acostumbrado al gran vacío que aparecía en su pecho cuando llegaba su nombre a la parte más superficial de su subconsciente. Ya se había acostumbrado al dolor constante encarcelado en algún profundo lugar, en algún órgano poco importante. Ya se había acostumbrado a no poder superarlo.
Se había acostumbrado a pasar semanas sola en el hospital desde que tenía dieciocho años casi diecinueve, a no respirar durante días para que la maquina lo hiciera por ella, a tener que medicarse todas las noches como precaución. Se había acostumbrado a estar enferma de por vida por algo tan humano como amar.
Se había acostumbrado a la sala insípida y deprimente de la psicóloga a la que tenía que ir todas las semanas desde su salida del hospital. Se había pasado dos horas todos los miércoles durante más de año y medio reunida en esa sala con Úrsula; una divorciada que sintiendo que su vida no valía nada decidió estudiar psicología cuando tenía treinta años. En su opinión de entonces, en aquellos lejanos dieciocho casi diecinueve años, esa mujer pelirroja de intensos ojos azules no tenía mejor estado anímico que ella.
Pasaban muchas horas en la azotea de su bloque de edificios (donde la psicóloga tenía la consulta), tumbadas sobre una manta y un montón de cojines deshilachados mirando el cielo o con los ojos cerrados. Otros días a Úrsula le daba por entablar una conversación o ayudarla con sus estudios. La mayoría de los días, en invierno (cuando se dieron las sesiones), se sentaban en un gran sofá espalda con espalda, mirando a un lado de la habitación cada una hasta que pasaban esas dos horas y ella se despedía sugiriéndole que repintara el despacho y pusiera muebles de ese siglo. Nunca le hizo caso y se marchó de la consulta el último día viendo ese horrible reloj de cuco en la pared frente a la puerta de madera desgastada que hacía de ese ridículo piso parte de un edificio.
Pasaban muchas horas en la azotea de su bloque de edificios (donde la psicóloga tenía la consulta), tumbadas sobre una manta y un montón de cojines deshilachados mirando el cielo o con los ojos cerrados. Otros días a Úrsula le daba por entablar una conversación o ayudarla con sus estudios. La mayoría de los días, en invierno (cuando se dieron las sesiones), se sentaban en un gran sofá espalda con espalda, mirando a un lado de la habitación cada una hasta que pasaban esas dos horas y ella se despedía sugiriéndole que repintara el despacho y pusiera muebles de ese siglo. Nunca le hizo caso y se marchó de la consulta el último día viendo ese horrible reloj de cuco en la pared frente a la puerta de madera desgastada que hacía de ese ridículo piso parte de un edificio.
Algunos días, en sus mejores días, simplemente se preguntaba ¿qué pasaría cuando se cansara de que controlasen su vida?, ¿qué sucedería cuando decidiera que quiere poder hacer algo por si misma sin que nada ni nadie interfiera? En esos días, que las tonterías de niño de su hermano pequeño le sacaban una pequeña y débil sonrisa, se podía tumbar en la cama de lado, abrazada a la almohada cuando llegaba su hora de acostarse, y despertarse al día siguiente sintiendo que el cuerpo no le pesaba tanto.
Otros días, la mayoría de ellos, su madre recordaba su vida desde que cumplió los diecisiete mientras intercalaba comentarios, la mayoría de las veces recriminaciones de madre como “te lo dije” o “deberías haberme hecho caso”. En esos días se hacía solo una pregunta, ¿qué pasaría si usase la cinta americana que había en el segundo cajón de la cocina con su madre? Muchas veces durante su adolescencia se preguntó que sería mirar a tu madre y sentir que no podrías vivir sin ella.
Me encanta tu manera de escribir.
ResponderEliminarEstos dias sufro de desamor y esto me toca un poco; yo tambien quiero un psicologo...
Bueno, buenos dias.