5 de agosto de 2014




A veces soñaba con alcanzar la Luna, llegar hasta las estrellas o rozar el cielo con los dedos. 
Cuando podía escapar salía corriendo lejos y subía al edificio más alto de la ciudad. El hombre que guardaba la puerta del gran rascacielos ya la conocía y en la noche cerrada la dejaba entrar y dormir rozando las estrellas. De hecho, tenía allí montado su pequeño rincón, donde nadie podía perturbarla o molestarla, donde amanecía muchos días entre los cojines rojos de terciopelo y el aroma a café del termo que el hombre le daba cada mañana.

Una noche el dueño del rascacielos se acerco a la azotea en noche cerrada y abrió la puerta extrañado de no ver al hombre apostado en la puerta. Llevaba un mal día en el hotel, no le apetecía volver a casa y encontrarse con su esposa borracha y la botella de whisky vacía.
Se lo encontró sentado en una silla observando algo en el suelo, una pequeña chica que debía medir como mucho un metro sesenta, durmiendo plácidamente sobre una gran alfombra en tono caoba y negro y un montón de cojines de un rojo sangre. El veterano jefe de seguridad parecía ensimismado con la chica y el experto ojo del dueño del hotel no perdió detalle de esa diminuta figura.
La luna extendió sus rayos por encima del bordillo de aquella azotea perdida en las alturas de Nueva York y avanzo centímetro a centímetro hasta iluminar la piel de la joven.
Su precioso pelo castaño con reflejos en rojo y dorado comenzó a tornarse blanco allí donde la luna posaba su mirada, y cuando la luz la acuno por completo la chica se había convertido en el reflejo de la creación pura.
En ese momento de la noche, cuando la luna se hallaba en el punto álgido la chica se levantaba aún dormida y despertaba a la noche con un despliegue de luz y energía.
En sus ojos castaños brillaba la fuerza de un astro.
Hija humana de la Luna.




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