30 de octubre de 2014



Desapareció un amanecer y espere mil noches para verla regresar, para ver su cuerpo envuelto en la capa de tinieblas, pero tan solo aparecieron Pesadillas. Una por cada noche sin ella. 
Y con la luz de la eternidad cosida al exterior de mi corazón atravesé el camino que ya me sabía de memoria una última vez. Escuché con la piel la banda sonora de mi vida, esa triste y melancólica melodía que compuso para mí sentada en aquel trono de cristal azabache.
Allí estaba, de espaldas, cuando mi cuerpo sin alma poso los pies sobre las baldosas blancas de mármol frío. Pase la mano sobre su hombro y le tendí la luz que hacía décadas me había entregado. Se negó a quitármela y susurró sobre mi corazón el nombre de la eternidad.
Aún recuerdo como se levanto del asiento de hueso deteniendo la melodía del piano y deslizo la capucha para dejarse ver, el cabello lacio, negro carbón, cayendo sobre un cuerpo delgado. Cada milímetro de su piel carecía de color, un perfecto tono blanco perlado.
Sus rasgos eran delicados, preciosos, de esos rasgos que una vez que los ves no los olvidas nunca. Tenía los ojos radiantes, llenos de aquello que cargaba sobre sus espaldas, y unos labios negros que reflejaban el horario de su jornada. Totalmente nocturna.
Su nombre era Rebeca, y es comúnmente conocida como La Muerte, el Jinete Negro, la segunda mano de Lucifer. Me quedé con ella y, cuando mi cuerpo no pudo soportar más la luz de la eternidad, me hice oscuridad de imponente presencia, alzó los brazos y arropándome, me dejó morir.





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