2 de agosto de 2014



Con cada amanecer la muerte se cernía sobre ella, cada anochecer le daba la oportunidad de renacer.
Al aproximarse el ocaso su cuerpo recuperaba la vitalidad; el color café de su piel, el castaño intenso de su pelo resplandecía a los últimos rayos del sol y el verde azulado de sus ojos brillaba en la proximidad de la noche.
Se alzaba sobre todo y todos, y recorría la ciudad desde la familiaridad de su cuarto, desde el acogedor calor de los sueños, y cada noche escuchaba el mismo canto una y otra vez, más allá de su ventana; eres fuerte, soy tu destino. 
Cuando los rayos despuntaban a través de las nubes en el amanecer su piel perdía el color, sus fugaces ojos se volvían tristes, su cabello sin vida, sin brillo, sin cuerpo, y ese lejano mantra que la acompañaba en las noches desaparecía engullido por el ruido del despertar.
Cada noche renacía con más fuerza y cada amanecer desfallecía con más intensidad.
O renacería del todo o moriría para siempre.

Y aquella noche saltó desde la ventana, capaz de sentir el viento, los rayos de la luna, la luz de las estrellas. Vago hasta el borde de la ciudad y allí cayó, esperando ver el amanecer. Y aquella noche algo cambio, ya no oía ese sonido, esa lejana nana. 
Cuando los primeros rayos del sol la rozaron y envejecieron su piel algo se interpuso entre ella y la muerte.
Porque ella era fuerte, y ese era su destino.

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