2 de agosto de 2014





Ella era diferente.
No por su sonrisa sincera, su manera de hablar con los ojos o su saber escuchar. Su mente funcionaba de manera diferente desde que era pequeña. 
Todos sus compañeros del colegio, en Primaria, temían a la oscuridad, a los monstruos, a las gárgolas que adoraban los desagües de la catedral. Ninguno se acercaba al cementerio en verano cuando hacían acampada a las afueras ni se subían al tejado al anochecer para contar una y otra vez las estrellas.
Ella amaba la noche.
La noche cerrada en la que no hay Luna algo dentro de ella despertaba y se veía caminando por el cementerio, sentándose en las lápidas donde buscaba su lugar en el universo. Siempre supo que era diferente, siempre supo que dentro de ella había algo que estaba mal, que no funcionaba. 
Su peculiar pasatiempo consistía en levantarse al alba y con el cuaderno correr hasta el cementerio donde una peculiar estatua de un demonio le daba los buenos días. Sus compañeros odiaban esa vieja y roída pieza de piedra. Decían que era un monstruo.
Muchas veces se preguntaba como podían decir semejante barbaridad. ¿Era más monstruo un ser por tener cuernos, cola y colmillos que un humano que asesinara a su familia? 
En su día a día se había encontrado con gente, muerta o viva, en la calle o en el cementerio, real o de piedra, y ninguna le había parecido horrenda. Todas las cosas tienen una perspectiva de belleza.
Una vez, cuando sus compañeros llamaron monstruo a esa estatua que la acompañaba en sus amaneceres, les dijo:

"Dibujar un monstruo y ahora decidme, ¿por qué es un monstruo?"


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