5 de agosto de 2014




Los adultos nunca entendieron que le veíamos de divertido y emocionante a surfear de noche.
Supongo que nunca se preguntaron porque le di esa capa de pintura adicional a mi tabla nada más llego de la tienda y supongo que nunca han bajado al garaje de noche.
Realmente creo que mis padres no saben que es la pintura fosforescente. 

Cuando teníamos un día de buenas olas decidíamos reunirnos todos en la vieja taberna, que servía para guardar los equipos, después de medianoche y salir al mar.
Recuerdo un día en concreto que teníamos a la luna de admiradora y solo se oía el lejano sonido de las olas rompiendo en el acantilado que cerraba la playa por la derecha. Las tablas brillaban en el agua y surcaban las olas proclamandonos reyes del océano.
Si yo fuera Poseidón habría tenido envidia.
Esas noches de verano en el pueblo de mi madre donde pase gran parte de mi infancia era lo que me hacia sentir que aun pertenecía a este mundo y que, al mismo tiempo, era un ser insignificante comparado con la magnitud del universo que se extendía sobre nosotros.
Muchos eramos los valientes, quizás locos, que nos lanzábamos al agua, pero también eran muchos los que se quedaban en la orilla sentados en la arena alrededor de una hoguera improvisada observando el espectáculo y aplaudiendo con cada buena ola conquistada.
Puede que saliéramos también en algún periódico local y claro, siempre nos acarreo problemas ese pensamiento sobreprotector por parte de los adultos.
En un pueblo donde tu vecino de la derecha y tu vecino de la izquierda eran tus abuelos paternos y los hermanos de tu madre, era difícil pasar inadvertido.
De cualquier manera, daría mi instinto protector de madre por salir a surfear de noche en vez de quedarme en el hall de casa esperando ver el coche de mi hija mayor aparcar en el garaje con la tabla brillando atada a la baca del coche.



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